Y fue así que Illapa, mirando a través de las piernas de los soldados, metiendo la cabeza por aquí y por allá, vio llegar al gran Atahualpa.
¡No olvidaría nunca! Ni su túnica de colores, ni el sol de oro que le brillaba sobre el pecho, ni la corona con dos plumas, una negra y otra blanca, ni el manto, ni nada. Nada de eso olvidaría Illapa jamás. Ni tampoco lo que ocurrió después.
Atahualpa no quiso rendirse a los extraños y los blancos atacaron. Todos, y también Illapa, estaban aterrorizados. El estruendo era terrible. Retumbaban en la plaza los cañones y las otras armas de fuego. Era tanto el ruido que parecía que la tierra iba a estallar. Atahualpa fue hecho prisionero y el indiecito ya no supo más.
Pero después los mayores le contaron todo lo que ocurrió.
Encerraron a Atahualpa en una habitación, y, desde ese momento, lo único que deseó el jefe de los Incas fue recuperar su libertad para defender sus dominios.
¡Pero no sabía cómo! ¡Imposible escapar de allí! Por eso, un día que Pizarro fue a visitarlo le digo:
-Si me dejas en libertad cubriré con oro el piso de de esta habitación, y te lo daré.
Pizarro no podía creer que hubiera tanto oro, y se quedo mudo de asombro.
Atahualpa pensó que le parecía poco. Entonces señaló con la mano la pared, hasta aquí. No, mas arriba de su cabeza: ¡hasta aquí! Y levantando su mano todo lo que pudo, dijo:
-Llenaré este cuarto de oro, hasta esta marca que aquí hago.
Pizarro no lo podía creer. ¡Toda una habitación llena de oro! ¿Es que los Incas tendrían tanto? ¿Sería verdad?
-Esta bien-digo-; si me das todo ese oro te dejaré en libertad.
Entonces Atahualpa mandó mensajes a todas partes. A todos sus vasallos. Hacia el norte. Hacia el sur. Hacia el este y oeste.
"Hay que reunir todo el oro que sea posible. Hay que traerlo de todos lados. Todo el oro, todas las cosas de oro". Decía el mensaje.
¡Todo el oro de los Incas para salvar al Hijo del Sol!
Continuará...
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